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Margarito
Ledesma es un caso anómalo en la
tradición literaria de nuestro país. La elite literaria, esa que piensa sólo
existe una cultura: la alta, la culta, la heredera de modos y modelos
culturales aprendidos y mimetizados acríticamente, ha ignorado su obra, su
mensaje, distante de la cultura y las formas establecidas en una cultura
centralizada y que ve cómo el país entero, a través de la ciudad de México como
modelo a seguir, comienza a urbanizarse. Por eso la aparición de un autor que
abiertamente se presentaba a sí mismo como “humorista involuntario” y que habla
aún del campo, de los campesinos, de los indios vestidos de manta, tenía que
despertar algo entre la comunidad literaria nacional: no exactamente sospechas,
sino desdén, desprecio apenas ocultado.

De modo que podría pensarse, tal vez
abusivamente, que la respuesta a esta creciente cultura de elite, tan segura de
sí misma, tan autosuficiente de sus relaciones y recursos, tendría que ser una
manifestación cultural que pusiera en entredicho la seriedad, la autoconfianza
con que se protege. Una suerte de metáfora nacional del relato del traje nuevo
del rey. Pero eso es exactamente lo que hace Margarito Ledesma. O más bien, su
autor: Leobino Zavala, quien dejó en nuestro mundo su creación para que en
algún momento alguien se percatara de su existencia y relevancia. Y eso es lo
que hizo y ha hecho Óscar Cortés Tapia. Ha hecho lo que ningún académico se
atrevió a hacer: estudiar y buscar la fuente que dio origen a tan singular
personaje.

La estirpe de Margarito Zavala ─de quien hay quienes
incluso señalan haberlo conocido, o tener fotos de la casa donde nació─ es la
del Don Quijote, sin ir más lejos, y su actitud es la misma. De forma similar a
como Cervantes presenta a su personaje como alguien que ha perdido la razón por
leer novelas de caballería, Zavala presenta al suyo como alguien que hace
cantos bucólicos, señala las envidias y mezquindades de quienes le rodean, en
medio de la ingenuidad y el candor más hilarantes.

Por lo pronto, el lector de sus poemas no deberá
perder de vista que esa declarada ingenuidad del personaje es sólo una máscara,
como la locura del Quijote, o el sastre del rey, y deberá pensar en su
responsabilidad como lector, olvidar que el campirano canto simple y llano del
personaje es algo más que un bucolismo tardío.
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